miércoles, 30 de abril de 2008

Discurso de Juan Gelman

DISCURSO DE JUAN GELMAN
AL RECIBIR EL PREMIO CERVANTES


Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro
de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de
Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y
académicas, amigas, amigos, señoras y señores: Deseo,
ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio
de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la
alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que
hacen posible esta honrosísima distinción, la más preciada
de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es profunda
y desborda lo meramente personal.

En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta
español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también
un poeta, esta vez de Iberoamérica. Se premia a la poesía
entonces, "que es como una doncella tierna y de poca edad
y en todo extremo hermosa" para don Quijote, doncella que,
dice Cervantes en "Viaje del Parnaso", "puede pintar en la
mitad del día la noche, y en la noche más oscura el alba bella
que las perlas cría... Es de ingenio tan vivo y admirable que a
veces toca en puntos que suspenden, por tener no se qué de
inescrutable". A la poesía hoy se premia, como fuera
premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde
voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente
admirable en estos "Dürftiger Zeite", estos tiempos mezquinos,
estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderin
preguntándose "Wozu Dichter", para qué poetas. ¿Qué hubiera
dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio
un niño menor de 5 años muere de enfermedades curables,
de hambre, de pobreza?

Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir
estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que "un agua fresca rumorea
entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por
las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía", Mallarmé
conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía
las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos,
San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve,
Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire,
Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción,
y tanta belleza cargada de másvida causa el temblor de todo el
ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?

Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un
significado muy particular en el exilio al que me condenó la
dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me
reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente
de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí.
Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino
"que no es sino morir muchas veces", comprobaba Teresa de Ávila.
Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o
compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de
lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000
personas y cabe señalar que la palabra "desaparecido" es una sola,
pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y
ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de
sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me
abría entonces manantiales de consuelo. Lo leí por primera vez en
mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin
esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una
pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su
vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel,
su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él,
¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las
Novelas Ejemplares: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, de
cabello castaño, frente lisa y desembarazada", que nada me decía,
salvo la mención de sus "alegres ojos". Comprendí entonces que él
era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces
escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste
Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con
verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante.
Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.

Declaro que, en verdad, quise recorrer ante ustedes, con ustedes,
los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del
licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva
maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente
ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en
"Viaje del Parnaso" y en el que cualquier buen poeta podía caer
herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la
lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país
encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar,
cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la
que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor
los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo
sustraerme a su fulgor.

Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones
del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía
alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es
menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición
y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero
quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha
suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de
lo que siempre calla. Cervantes se instala en un supuesto pasado
de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que
son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción
arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los
tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento
de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será
posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y
de deseo de los seres humanos.

Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es
madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce.
Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en
Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas:
"el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el
delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto",
uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura
de Cervantes?

Su modernidad no se limita a un singular universo literario.
La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos
sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien hayan
aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de
aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo
inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio
de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y
cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber
cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y
anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada
de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al
disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los
pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos".

Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las
armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana
torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un
hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte
en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más
segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere.
Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía
el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los
amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La
muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras.
Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul
Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba
un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba
atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos
conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado.
La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo
centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte
propia. Así se da en Irak.

Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos
Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor
imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que
no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor
a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto,
el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es.
Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso
no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos
y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que
ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar
a los dueños del dolor ajeno? ¿"En este valle de lágrimas, en este mal
mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas se halla cosa que
esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería"?

He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio
Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que
no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que
hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una
España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino
para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al
futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que
los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de
olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.

Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el
que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay
recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y
muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados
que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de
cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo,
alimentan preguntas incesantes: ¿Cómo murieron? ¿Quiénes lo
mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y
darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad,
su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos,
la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes
y la convierten en impunidad dos veces.

Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley
fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna
que nadie sabe cuándo comenzó a regir. "¡Iba yo a pisotear esas leyes
venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de
un hombre, fuera el que fuera!", exclama. Así habla de y con los
familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que
devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo
que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.

Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no
hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca,
que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir
viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún
no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un
cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego,
la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria
es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus
armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado.
Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución
del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su
pasado en particular.

Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de
Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus
neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona
caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo.
O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de palabras nuevas,
porque "esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el
vulgo y el uso". Hace unos años ciertos poetas lanzaron una
advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar al
lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no
vinieran "lastimándolo" desde que empezaron a nombrar. Cuando
Lope dice "siempre mañana y nunca mañanamos" agranda el
lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian
las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para
hablar mejor consigo misma.

Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos
y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera
vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de
cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los
límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar,
la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún
desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin
nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes,
que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el
estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la
vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les
dé rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un
atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke:
"[...] lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección".
Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo
trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige
a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva,
la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez
que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.
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MADRUGADA

Jugos del cielo mojan la madrugada de la ciudad violenta.
Ella respira por nosotros.

Somos los que encendimos el amor para que dure,
para que sobreviva a toda soledad.

Hemos quemado el miedo, hemos mirado de frente a
frente al dolor
antes de merecer esta esperanza.

Hemos abierto las ventanas para darle mil rostros.


JUAN GELMAN (de "Velorio del solo", 1961)

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JUAN GELMAN
ANTES Y DESPUÉS DEL
PREMIO CERVANTES

por Rodolfo Alonso

Por supuesto que todos nos congratulamos por este
nuevo y merecido galardón: Juan Gelman recibió el
Premio Cervantes. Pero esa misma circunstancia,
tocante y feliz por cierto, que como bien fue dicho
se honra por honrarlo, volvió a acercarme alguna
vieja reflexión. Me sigue pareciendo, por ejemplo,
que cuando a un poeta le toca convertirse (aún sin
proponérselo) en hombre público, no deja de correr
sus riesgos. El peor de los cuales, en estas lides, a mi
modesto entender, siempre será el malentendido.
Pero, haciendo como siempre caso omiso de las
razones del mercado y de la buena conciencia, Juan
Gelman continúa entregándose a la poesía con feroz
fidelidad.
Y si bien es verdad que, ya desde su mismísimo
primer título: Violín y otras cuestiones (1956), su
innegable lirismo surge ineludiblemente confundido
con sus nada conformistas opiniones políticas y
sociales, también es cierto que desde allí mismo
comienza a hacerse acaso patente la mutua
honestidad que ya lo constituye desde entonces y que
no le iba a permitir convertirse para nada, en
absoluto, apenas en un módico transmisor de
consignas.
Desde hace ya mucho tiempo pero cada vez quizá en
forma más acusada, Juan Gelman nos va ofreciendo
como poeta (sin duda en forma inconsciente) otra
gran lección. Que la poesía no surge apenas
tironeando de la mera exterioridad del compromiso,
así sea conceptual, ni de la mera retórica formal, así
sea vanguardista. El poema logrado resulta aquel que
logra convertir en cuerpo a su palabra, que logra
volverse un ser soberano y autónomo de lenguaje vivo.
Porque las recetas, desdichadamente, no engendran
milagros.
Cuando ya se han olvidado o simplemente no se
perciben las potencias de verdad y fervor que había
además en las grandes creaciones de las vanguardias
poéticas de comienzos del siglo pasado, y cuando se
olvida también la ineludible presencia de sentimientos
y pasiones en formas tradicionales que sólo se alcanzan
a ver como retóricas, Gelman devuelve a la poesía su
extrema, a la vez humilde y ambiciosa condición de
experiencia de vida y de lenguaje. Con todo lo que ello
implica de inacabamiento, sí, de mestizaje e incluso de
angustiosa ansiedad, pero también –como sólo un alto
poeta logra hacerlo-- transmitiéndonos esa grandeza
doblemente trágica del canto humano y de nuestra
humana condición.
Esa tensión, fecunda como tantas otras, entre su doble
fidelidad a la poesía y a sus ideas, no se ha manifestado
apenas en lo superficial, en lo aparente, en el concepto
y, por tratarse de un escritor de raza, se ha trasladado
como aliento vivo al cuerpo mismo de su propia
escritura, la cuestiona y la sostiene, la inquieta y la
alimenta. Y si una prueba de fondo de su autenticidad
en tal sentido la manifiesta su absoluta imposibilidad,
casi visceral, orgánica, para aprovechar su propia
historia, en tantos sentidos trágica, como muchos otros
tan diferentes de él manejan hoy sus relaciones públicas
o su marketing, si todo nos asegura que la resonancia
obtenida ha sido totalmente espontánea, inocente, fruto
maduro de las circunstancias y nunca de su voluntad,
hay otra prueba más reciente en el mismo sentido. Y es
el hecho de que su propia escritura haya ido ahondando
legítimamente su experiencia, en el sentido de lo
raigalmente humano e incluso metafísico pero, como
debe ser, por el libre fluir de su propia espontaneidad
creadora, sin artimañas ni dobles intenciones.
Quiero decir que en el merecido éxito de Gelman como
poeta, que ha de incluir probablemente también sus
vicisitudes de hombres público, que allí se entremezclan
en gran medida, el hecho de que él mismo haya ido
abandonando ciertas temáticas demasiado evidentes
para profundizar en otros sentidos, tal vez menos
redituables desde el punto de vista del negocio editorial,
no me parece sino otra prueba de aquella doble
honestidad a que antes hacía referencia. Y que lo digan
si no esos libros ejemplares, en ese y otros sentidos, que
son Dibaxu (1994) e Incompletamente (1997). Y que
acaba de confirmarnos plenamente con su reciente e
indeleble Mundar (2007).
Por una vez, al menos, me fue dado coincidir con lo que
afirma un editor en contratapa. Cuando en aquel libro
en prosa de Juan Gelman: Miradas (Seix Barral, Buenos
Aires, 2005) se alude a su autor como “Gelman, lector
apasionado”, recordé de inmediato aquella oportunidad
en que volvimos a encontrarnos personalmente,
corriendo 1994, en el marco del legendario Festival de
Medellín, y pude comprobar que en su mesa de luz lo
esperaba un voluminoso tomo de ensayos de Montale.
De Paul Celan a George Grosz, entre muchos otros que
aparecen en Miradas, de Daniil Kharms a Nikolai
Erdman, de Imre Kertész a Gunter Kunert, de
Mandelstam a Meyerhold, de André Chénier a Primo
Levi, todos ellos investidos con la cruz de su tiempo,
artistas que no sólo dan, sino que son testimonio por
su belleza y su dolor, por su tragedia y por su arte,
acaso es posible leer además, por debajo de cada una
de sus vidas, también la historia y la vida de quien
entonces los evocaba, el poeta Juan Gelman,
comprometido como siempre, sí, pero acaso esta vez
con la amarga y saludable dignidad de la experiencia
propia, con la dolorosa y fecunda lucidez de lo
experimentado en carne propia: “un hecho que para
muchos pasa inadvertido: la ideología de un escritor
es sólo una parte de su subjetividad, de su experiencia
y su vocación expresiva.”

DE CERVANTES A GELMAN
La gloria de la lengua

por Rodolfo Alonso

En el memorable capítulo sexto del Quijote donde se
trata del meticuloso escrutinio de la biblioteca, sin
duda un límpido ejemplo de la más acerada, ingeniosa
y poco complaciente crítica literaria, Cervantes pone
en boca del cura entre inquisidor y adicto estas agudas
conclusiones: “y lo mesmo harán todos aquellos que los
libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por
mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren,
jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer
nacimiento”.
Sentí que esa luminosa conciencia del valor de la
gran poesía como encarnada en su lengua, de tal modo
convertida en su ser vivo que impediría colmar siempre
del todo la tentación de traducirla, que tanto nos
ilumina a quien lo dijo, vendría muy a cuento al
intentar satisfacer la invitación de añadir algo,
presumiblemente nuevo, a la bienvenida catarata de
opiniones con que el no menos bienvenido Premio
Cervantes otorgado, con tanta justicia y oportunidad,
a nuestro Juan Gelman, como era presumible se ha
visto rodeado.
Porque nunca ha dejado de resultarme ejemplar
la devoción con que Juan Gelman ha sabido mantener
siempre, en toda circunstancia, la dignidad de su
poesía, de mantenerla fecunda, actuante y hondamente
viva en su lenguaje. Fue él mismo, al prologar uno de
sus libros de más cabal evidencia en estos asuntos,
Dibaxu, quien supo rozar el tema con emocionada
precisión: “Quizás este libro apenas sea una reflexión
sobre el lenguaje desde su lugar más calcinado, la
poesía.” Y es él mismo también quien, hace bien pocos
días, y antes de saber nada del premio, vino
espontáneamente a reiterármelo al enviarme
Exaltaciones, un poema inédito escrito el cercano
16 de noviembre, que se me hace (¿no es evidente?)
una auténtica arte poética: ”Esta manía de tocar tus
puertas y la ilusión de que se abren. Palabra encerrada
en tu cosa, ¿de qué vivís, cómo vivís? ¿Estás conforme
con tu perro que nombra al perro? ¿Nunca te desvelás
pensando en otra música? ¿Con qué soñás, entonces?
Estoy al pie de lo que nunca vas a contestar.”
Con la modestia que lo caracteriza, nunca del
todo explícitamente pero por claras alusiones, el
mismo autor reivindica con rigor no exento de ternura
la vida casi orgánica del lenguaje que es la poesía, vivo
en la historia y desde la historia de los hombres que lo
hablaron y lo hablan, pero capaz también de la más
temblorosa intimidad. La poesía que no es quizá otra
cosa que lengua soberana y actuante pero, a la vez,
indisolublemente, también lengua que otros hablaron
e hicieron, al hablar, con su vivir. Y que debería hoy,
también, volverse legítimamente lengua viva,
individual y general, de uno y de la especie. Acaso
los premios puedan ayudar de alguna manera para eso.
Pero sólo lograrían hacerlo si hay antes una gran poesía
encarnada, hecha de lenguaje autónomo y vivo. Como
sin duda es la de Juan Gelman.

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