lunes, 15 de junio de 2020

Molinos de viento n° 8


Molinos de viento nº 8 
Boletín de Artes y Letras - Agosto 2019
Director: Osmar Luis Bondoni
osmarbondoni@yahoo.com.ar


LATIDOS *

A Marcela, que supo
llegar a tiempo.

    Intenta luchar contra esa fuerza que le ordena levantar la vista y
trata de que los ojos sólo sigan mostrándole los avances del sol so-
bre la piel del pecho, donde únicamente la gran cicatriz ha conse-
guido conservar palidez entre las colinas doradas. Cede finalmente
y mira. Ella, junto al hombre y bajo la sombrilla recién plantada, gira
con rapidez la cabeza para ver el mar, pero el muchacho sabe que ha
estado mirándolo y que de ahí vino y vendría la orden.
    ¿Por qué no es fastidio, temor y rechazo lo que le amanece cuando
las miradas se encuentran como roces de relámpagos silenciosos?
    ¿Por qué no ha logrado completar el impulso de preguntarle qué
motivo tiene para mirarlo sin acercársele, para perseguirlo? ¿Por qué
tampoco ella pudo hasta hoy redondear con dos pasos más hacia él
aquel paso único dado la primera vez que lo esperó para solamente
mirarlo, tiesa junto a la puerta de su casa? ¿Por qué, si tuviera que
ponerle nombre a lo que le brota en esos momentos —ahora mis-
mo— diría calor dulce?
    Ella se ha sentado a tejer en el redondel de sombra, mientras el
hombre continúa edificándole un cerco protector de gestos, sonrisas,
movimientos, palabras. No mirándolo a él, cuidadosamente.
    El muchacho disfruta la pereza del mediodía milagroso sin vien-
to, calculando los kilómetros de playa, con lejanos pescadores espe-
ranzados, sombrillas ralas y alguna pareja paleteando. No sabe quién
es esa mujer, no conoce su nombre. La segunda vez la encontró en
la escalinata de la facultad, a la salida, cuando un grupo de compa-
ñeros lo llevaba en andas celebrando su regreso. Ahora supone que
ha de ser como el suyo el placer de los lagartos al dejarse penetrar
por el sol. Como repetidas por un grabador oye voces que hace siete
días le dijeron: Te dejamos ir si nos prometés que vas a hacer lo que
te aconsejó el médico sobre no abusar del sol ni del agua fría. Pro-
metió y vino y abusó del sol y del agua fría, vengativamente, por-
que aquel día, antes de que lo hundieran en la oscuridad pensó con
miedo en no poder contemplar otra vez el mar. Y se ha propuesto
gozar más, recordando antes de cada chapuzón, de cada salto, sus
últimos tiempos de contenciones, de ver vivir como asomándose a
un espectáculo prohibido.
    “Turistas prematuros”, se le ocurrió mirando el sector de carpas
con sólo una ocupada, la suya, los lentos preparativos rehabilitadores
de aquel bar, esa mujer tejiendo a diez metros tal vez elaborando el
momento de lanzar la orden. Pasado mañana, cuando venga el resto
de su familia, lo comentará con ellos (hasta ahora —tampoco sabe
por qué— no les habló de la mujer), y si le preguntaran ¿A vos qué
te parece?, no necesitará pensar mucho para contestar Me parece una
buena señora. Quizá no les contaría que a veces ha visto agrandársele
los ojos como si estuvieran respondiendo al esfuerzo de un alarido.
    Un día llegó a decirse si la mujer no sería una de aquellas enferme-
ras a las que solamente les conoció los ojos. Pero no pudo recordar
otros ojos con alaridos. Les contaría, sí, en el clima perdonador de
las vacaciones, aquello nuevo que se había hecho adentro, descubierto
pocos minutos después de haber regresado de la oscuridad, todavía
entre un resto de niebla pero sabiendo de quiénes eran esas caras con
sonrisas ensayadas que lo miraban como si su cama estuviese de-
fendida por un alambrado eléctrico. Les explicaría la desaparición
del otro. No, tal vez sería mejor decir la aparición del otro, éste, Yo.
Recién devuelto por la oscuridad, contempló con alegría las cenizas
del esforzado estudiante de derecho. Mañana estudiará la manera
menos hiriente de explicarles que no puede explicarles aquellas ce-
nizas. Simplemente despertó otro. Le será imposible convencerlos
de que debe luchar para entender como vividos por él todos esos años
anteriores al día de la oscuridad. Tampoco le creerán la fuerza vir-
gen ni podrán quitarse la careta de asombro cuando les sonría su
proyecto.
    La orden vibra: la mujer lo cree dormido y está mirándolo. Alza
la cabeza y ella vuelve rápidamente a su tejido. La noche del vuelo,
al verla en el aeroparque, se dijo con algo de rabia: Si toma mi avión,
cuando estemos en el aire me voy a parar junto a su asiento y le
gritaré Qué quiere. Ella no tomó el mismo avión.
    Cierra los ojos para preparar el escenario de pasado mañana,
ubicar a los actores y pronunciar la frase que desencadenaría la si-
tuación: el living del chalet, sus padres, sus hermanos y él, que ha
dicho la frase. La respuesta llegará en un coro a cuatro voces: ¿Una
chacra en El Bolsón? ¿Y tu carrera, pedazo de? Trata de armar el
libreto de su monólogo, que rebotará en un silencio cada vez más
frío, porque los cuatro le verán en la cara, más que en las palabras,
su decisión tan inamovible como el volcán Lanín. Todavía no sabe
si les dirá que necesita pararse descalzo sobre la tierra de un surco
recién parido y ver cómo las raíces de sus pies entran para vivir ti-
bias en los jugos secretos. Quizá tampoco les diga: Quiero tener hijos
que jamás respiren más de treinta horas algún aire que no sea total-
mente aire. Les demostrará, sí, su saber sobre frambuesas, frutillas,
cerezas, les hablará de sus nuevos amigos, de su nuevos libros, de la
probable fecha del viaje y de cómo el día en que sus anteriores amigos
lo llevaban en andas celebrando su regreso a la facultad, al bajarlo
supieron que también era despedida. (Aquel día encontró por segun-
da vez a la mujer.)
    Se arrastra para buscar un alivio de sombra, baja el telón sobre la
escena de pasado mañana y la paz creciente lo adormece, lo duerme.
Una punzada de susto lo despierta. Agazapada junto a él, la mujer
apoya su perfil en aquel pecho bronceado.
    —¡Salga! ¿Qué está haciendo? —Ella se levanta.
    —Escuchaba, nada más. Perdoname, perdoname, querido. No vol-
verás a verme. Adiós.
     Corre hacia el hombre que la espera intranquilo bajo la sombri-
lla. Lo abraza y habla sin interrumpir su pequeña risa:
    —Vámonos en seguida. Las fotos han quedado muy solas. Diego
no será más esa cosa que bajaron en la camilla de la ambulancia.
    Vámonos. Lo sentí latir, por fin. Diego late, querido. Vive.

NÉSTOR BONDONI, argentino (1916-1998)
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* Este trabajo integra el libro Alguien sabía su nombre, que en 1991 obtuvo el
Primer Premio Fondo Nacional de las Artes, Género Cuento.

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ANDREA MANTEGNA, italiano (1431-1506).
Lamento sobre Cristo muerto.


EL CRISTO DE MANTEGNA

El cuerpo verde pálido empieza en los pies
avanzando a proa. La ley del espacio
no dio otra opción
que empujar la cabeza hacia el fondo.
En esta yacencia clínica, la divinidad
es sometida a la autopsia
de la perspectiva. La superficie es terrosa
en el rostro de la aflicción, cercado
por cabellos de sombra y abajo
la sangre seca de los cuatro orificios
entregada a la gravitación.
Como prensada, la masa total
se aplasta al planeta
aplazando la gran promesa
por la belleza de lo pesado
y la torturada arcilla
de la madre inclinada, su lágrima campesina.
Este maniático del ojo realista
mantuvo a su padre difunto
sin sepultar por varios días. Quería
saber más de la muerte que el propio modelo,
demorar los límites del cadáver
y definir el cuerpo místico
por la verdad terrestre de la forma sensible.
Por el momento, la escena
pertenece a este mundo. En el sótano clandestino
se consuma el sacrilegio y afuera
el claro cielo italiano espera su presa.


JOAQUÍN O. GIANNUZZI, argentino (1924-2004)

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BARCAROLA

Si solamente me tocaras el corazón,
si solamente pusieras tu boca en mi corazón,
tu fina boca, tus dientes,
si pusieras tu lengua como una flecha roja
allí donde mi corazón polvoriento golpea,
si soplaras en mi corazón, cerca del mar, llorando,
sonaría con un ruido oscuro, con sonido de ruedas de tren con
sueño,
como aguas vacilantes,
como el otoño en hojas,
como sangre,
con un ruido de llamas húmedas quemando el cielo,
sonando como sueños o ramas o lluvias,
o bocinas de puerto triste,
si tú soplaras en mi corazón, cerca del mar,
como un fantasma blanco,
al borde de la espuma,
en mitad del viento,
como un fantasma desencadenado, a la orilla del mar, llorando.

Como ausencia extendida, como campana súbita,
el mar reparte el sonido del corazón,
lloviendo, atardeciendo, en una costa sola:
la noche cae sin duda,
y su lúgubre azul de estandarte en naufragio
se puebla de planetas de plata enronquecida.

Y suena el corazón como un caracol agrio,
llama, oh mar, oh lamento, oh derretido espanto
esparcido en desgracias y olas desvencijadas:
de lo sonoro el mar acusa
sus sombras recostadas, sus amapolas verdes.

Si existieras de pronto, en una costa lúgubre,
rodeada por el día muerto,
frente a una nueva noche,
llena de olas,
y soplaras en mi corazón de miedo frío,
soplaras en la sangre sola de mi corazón,
soplaras en su movimiento de paloma con llamas,
sonarían sus negras sílabas de sangre,
crecerían sus incesantes aguas rojas,
y sonaría, sonaría a sombras,
sonaría como la muerte,
llamaría como un tubo lleno de viento o llanto,
o una botella echando espanto a borbotones.

Así es, y los relámpagos cubrirían tus trenzas
y la lluvia entraría por tus ojos abiertos
a preparar el llanto que sordamente encierras,
y las alas negras del mar girarían en torno
de ti, con grandes garras, y graznidos, y vuelos.
Quieres ser el fantasma que sople, solitario,
cerca del mar su estéril, triste instrumento?
Si solamente llamaras,
su prolongado son, su maléfico pito,
su orden de olas heridas,
alguien vendría acaso,
alguien vendría,
desde las cimas de las islas, desde el fondo rojo del mar,
alguien vendría, alguien vendría.

Alguien vendría, sopla con furia,
que suene como sirena de barco roto,
como lamento,
como un relincho en medio de la espuma y la sangre,
como un agua feroz mordiéndose y sonando.

En la estación marina
su caracol de sombra circula como un grito,
los pájaros del mar lo desestiman y huyen,
sus listas de sonido, sus lúgubres barrotes
se levantan a orillas del océano solo.

PABLO NERUDA, chileno (1904-1973)

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Cuarteto para cuerdas No 1 (sobre la “Sonata a Kreutzer”, de

Tolstoi), de Leos Janacek.
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