sábado, 13 de diciembre de 2008

Revista Tamaño Oficio


Tamaño Oficio Revista de Literatura
Año 23, Nº 32, Buenos Aires, octubre de 2008

Dibujo de tapa: “Hombre plantando”, birome, por Romualdo De Lillo

Dirigida por Lucila Févola, este número contiene
Poemas de Lina Caffarello, Julio Aranda, Ema Granata, Lila Pérez Ferretti, Haidé Daiban, Elena Cohen Imach, Florencia Durán, Jorge Montesano, Sonia Sívori, Juan Pablo Salinas y Osvaldo Spoltore.
Cuentos por Norma Vitar y Alberto Girri.
Ensayos por Luis Juan Guerrero, Carmelo M. Bonet, José Bravo, José Miguel Heredia y Lucila Févola.
Reseña de Libros y Libros y Revistas recibidos.
Este número fue presentado en la Biblioteca Nacional, Sala Juan L. Ortiz. En la ocasión hizo uso de la palabra la poeta Michou Pourtalé. Tamaño Oficio acaba de recibir un Reconocimiento por su trayectoria otorgado por APOA Asociación de Poetas Argentinos.

EL PRECURSOR* por Alberto Girri

A algunos les bastó luchar una noche entera con una potencia invisible para que al nacer el nuevo día se hiciera presente el enviado del Señor. Yo espero aquí desde hace diez meses, y ahora, los esenios que me acompañaron en el ayuno y el desierto, partieron en busca de noticias. Temían por mi vida a pesar de que entraban y salían sin dificultades de esta celda; a pesar de nuestras disolventes conversaciones, en las que también participaban los soldados de la guardia. Insistían en que debo fugarme, en que las aparentes franquicias de que gozo, son ocasiones que pérfidamente me brinda el tetrarca. Hago, pues, lo que debo hacer. Huir sería confirmar y aprobar la secreta servidumbre a una libertad aparente, la tentación común. Sería buscar una libertad alejada de mis propósitos pues, en definitiva, yo soy mi único adversario. Estoy y seguiré solo, y solo dejaré que lo previsto se me acerque. El rectángulo de piedra húmeda, el jergón, la escasa luz que llega desde el patio grande, no son más mortales que el desierto caliente bordeando las aguas del sagrado mar; que las colinas duras y violáceas rodeando el desierto. Entretanto, que sigan circulando los rumores más dispares, que digan que he caído asesinado por los sacerdotes del templo descontentos porque la guerra que anuncié no es la guerra de la espada y el degüello, sino otra bien distinta. Pueden seguir gritando que el tetrarca me tiene secuestrado para evitar disturbios, que todo lo que hablé en las plazas y en las orillas de los arroyos, es más mistificación que las brujerías que hacen los eremitas vestidos de blanco, con sus inmundicias. Soy el que después de muchas semanas de años, vino a reclamar, no el sacrificio de gordos bueyes, sino la buena conducta. Actué, me glorio de ello, con verdadero celo, como un ángel, como un nazir de Dios. Nadie denunció mejor que yo lo que esconde el corazón de los hombres. Nadie, ni siquiera aquél que se mostró desnudo para que el pueblo sepa cómo estará, a qué se verá reducido el día de la cólera. Ni aún aquél que en ocho visiones previó la muerte de los imperios orgullosos. De lo contrario, nada me hubiera valido abrazar lo justo, dejarme llenar de fuego. Cuando me sumergía hasta las rodillas en el limo pegajoso y rociaba la frente de los que me seguían, deseaba que todos fueran como yo mismo, y supiera cada cual que es juzgado según sus propias acciones. Además, eso de que puede buscarse a Dios de cualquier manera, es un engaño fomentado por el Enemigo para confundirnos. Deben seguirse ejemplos como el mío, no estarse cómodamente en el lecho, y luego, de cuando en cuando, largar al desierto un chivo cargado con todos los pecados y respirar tranquilo.
Estoy bien dotado, impresiona mi voz de trueno, los huesos puntiagudos y ardientes, mi carne seca, la piel de camello que me cubre, la salvaje miel que me alimenta, las salvajes langostas en sus cuatro variedades (la langosta según su especie y el langostín según su especie) que me alimentan. Así o con parecidas voces, lo contará el libro de las cosas sagradas.

Realmente no estoy mal. Deseo, espero con impaciencia saber cuál será la sentencia del tetrarca. Algo desorientado y deprimido, sí me siento, y tengo dudas sobre mis previsiones. ¿Será Aquél a quien debí anunciar? ¿Será el anunciado una falsa encarnación, en el cuerpo q ue obliga al hambre, a la ser, a la traición? ¿Tendrá la doble naturaleza, humana y divina? Me detengo, no permitiré que mi voluntad flaquee. El tetrarca aún no se atreverá contra mí. Ese pillo de barba rizada y pelo azul, me teme demasiado. No conoce la bondad y la justicia, pero no es violento porque intuye que las torturas me harían olvidar que la tentación busca y golpea mi alma. Un poco más y estaré perdido. Un poco más y aceptaré íntimamente los vestidos rojos y brillantes, la untada piel de la mujer del tetrarca. La he visto rondar, y para defenderme grité sus abominaciones. A él, porque conociendo la mujer de su hermano, conoció la desnudez de su hermano y está escrito que eso es suciedad. A ella porque desde su cama manchada de incesto y malicia, ha emputecido el aire de esta tierra. ¡Ay! ¡Ay! cuando el sol que baña la fortaleza se retira, empiezan a moverse las sombras de mi celda y ella aparece en los verdosos muros con el perfil de Jezabel. Entonces estoy inmóvil, acostado, esgrimo el nombre de Dios y después, avanzada la noche, siento menos que me recorren y quieren despojarme de la piel de camello. Cuando el sudor y la debilidad dejan que me incorpore, reconozco en la vasta oscuridad vasijas con bebidas excitantes, toco alimentos muy condimentados. Es ella, ella los ha hecho llegar a la celda, ella, la de miembros prostituidos que los perros disputarán.

Hoy, fugazmente, vi un rostro ávido apoyado en los barrotes de la ventana. No pude detener el vértigo que me invadió, ni el llanto violento blasfemo, que de pronto quería abolir mi destino para confundirme en esa loba. ¡Oh Dios cruel! ¿Hasta cuando esperaré noticias de tu hijo! ¡Hasta cuándo este abandono, indigno también de las máquinas que torturan y rompen la carne! ¡Hasta cuándo vivir con el solo consuelo de esperar!
Ahora he callado el nombre de Dios, creo dormir, tengo insomnio, duermo. En el patio hay una gran animación, ambulan los esclavos cargados de reses muertas y doradas vajillas. Algo veo de esos desdichados y los altos estandartes y los escudos, y oigo las voces romanas que festejarán el cumpleaños del tetrarca. Coronados de flores, los enviados del lejano emperador serán testigos de lo que siento venir, entretenidos por la música del crótalo. Cierro los ojos. Acaso ya los sueños advirtieron al tetrarca que alguien muy importante va a morir. Acaso ya están admirando el rostro pintarrajeado de la adúltera, sus ajorcas contaminadas. Acaso ya su hija baila la danza beduina que enloquece el deseo del tetrarca. Una mezcla de ira y pavor me hace temblar. Para que Él crezca yo debo disminuir, y es el momento de pelear en el vacío hasta que la puerta de la celda se abra y un hombre indeciso reclame para su hacha mi cabeza, y por vez primera sienta la condenación de su oficio. Quisiera hacerle saber que yo mismo acercaré el hacha a mi cuello y, agradecido, la besaré.
Cubiertos de polvo, con una desconocida alegría en sus rostros extenuados, llegaron los esenios. Un hombre abandonaba la celda. Sus vestidos estaban salpicados de sangre y su mano derecha sostenía la cabeza del ajusticiado. Reconoció a los que llegaban y les dijo: “Aquí está vuestro amado profeta, el muerto anunciado para hoy”. Los esenios se arrodillaron ante la cabeza y en voz muy baja le contaron cómo Aquél resucitaba los muertos, hacía caminar inválidos, purificaba la piel de los leprosos.
Bañados en lágrimas, se cerraron entonces los párpados de Juan el Bautista.

*Incluido en “Misántropos”, Ediciones Botella al Mar, Buenos Aires, 1953, con tapa e ilustraciones de Luis Seoane.

Correo electrónico: t_oficio@hotmail.com

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