viernes, 14 de abril de 2017

Marta Rotonda - Relato




Caballito criollo
De chica viví en Tandil. Era la época en que la ciudad era pequeña y todo quedaba relativamente cerca. En mi caso, tenía la escuela a cuatro cuadras de mi casa y, salvo los días de lluvia o de mucho frío en que mi padre no podía acercarme hasta ella en camioneta, me tomaba el colectivo “colorado”. Los demás días, iba caminando. Entonces, sí o sí, tenía que pasar por la esquina de 4 de abril y Montevideo donde un italiano de ojos azules y bigotes rojizos había  instalado su talabartería. Talabartería: qué nombre extraño para un rubro tan bien conocido por los que entonces vivíamos  más o menos conectados con las tareas agrícolas o ganaderas.
Cualquiera que pasara por delante de ese local, no podía evitar la evocación del campo: había olor a cuero crudo, convertido en rebenques, en cinchas, en monturas, en vainas de facones y quién sabe en cuántas cosas más que mi mente infantil no alcanzaba a registrar.
Así pues, los años del primario transitaron día a día por delante de ese caserón de ladrillos vistos, de puertas altas y alargadas, cuyas habitaciones principales se habían convertido en salón de exposición y ventas. Aún recuerdo cómo cedía su piso de tablas de madera a la presión de la más leve pisada. Y el temor que tenía yo porque se hundiera y me hiciera aparecer en el sótano que seguramente  serviría de depósito. Aunque en realidad, no había entrado a ese local más de una decena de veces.
¿Qué tendría que hacer allí una niña, metida entre paisanos emponchados y botas embarradas?
Pero no era necesario adentrarse demasiado en el local para ver al hermoso caballo embalsamado que, elegante y bien plantado sobre sus cuatro patas, me tenía fascinada. Con unos ojos de vidrio y una expresión que lo hacía suponer vivo, día y noche, velaba el animal la entrada al recinto…
Yo pasaba y lo miraba y lo saludaba en voz baja diciéndole “hola Amigo”.
Un día en que se acercaba una fecha patria, en la escuela nos dieron un poema para aprender de memoria: se llamaba “Caballito criollo” de Belisario Roldán.
“Caballito criollo del galope corto / del  aliento largo y del instinto fiel…”
Al tratar de memorizar cada verso, se me presentaba mi Amigo y yo vibraba de emoción imaginándolo el protagonista del  poema .Era la etapa en que a los niños se les despierta el amor a la Patria y a sus Símbolos…
“Caballito criollo que fue como un asta /  para  la bandera que anduvo sobre él…”
Ah!, mi Amigo asumía ahora su epopeya ilustrándome esos versos que yo no alcanzaba a comprender del todo…
“Caballito criollo que de puro heroico / se  alejó una tarde de bajo su ombú
y  en alas de extraños afanes de gloria / se trepó a los Andes y se fue al Perú…”
                Quiso el destino que la maestra me eligiera para que recitara el poema en esa fiesta patria. Lo había memorizado muy bien, esforzándome por acompañar con los ademanes el sentido de los versos. La noche anterior al festejo, me acosté temblando de emoción. Repasé  mentalmente las estrofas hasta que me fue venciendo el sueño…
               Las puertas de la talabartería estaban abiertas de par en par. Cuando pasé por el lugar, mi Amigo asomó su cabeza y luego todo el cuerpo. Con un relincho, me invitó a subir. Para hacérmela más fácil, se fue acercando al banco de piedra que había a un costado de la entrada. Así pude treparme a su lomo. Montada en pelo y tomada de sus crines, atravesamos las calles de la ciudad. Cruzamos las vías del tren. Más allá, empezaban a ralear las viviendas. Los caminos de tierra marcaban el rumbo a la aventura….”Y en alas de extraños afanes de gloria…”
Anduvimos entre pastizales que volvían invisible lo desparejo del terreno. Finalmente, se nos interpuso un arroyo. No era demasiado ancho. Incité a mi Amigo a cruzarlo pero falló y cayó doblando sus patas delanteras. Fui despedida. Me despertó mi propio grito. Era ya la mañana. Me vestí rápido y sin querer tomar el desayuno, partí rumbo a la escuela. Lloviznaba. Justo venía el colectivo. Me apuré a detenerlo cruzando en diagonal a la talabartería.
Mi recitado fue un fracaso. Shockeada tal vez por el mal sueño, no pude avanzar más allá de la primera estrofa. Todos me aplaudieron igual.
El camino de regreso a casa fue angustiante. No podía asumir ese fracaso.
Al llegar a la esquina de 4 de abril y Montevideo, noté que algo raro había sucedido dentro de la talabartería. Me acerqué a la entrada del local y, de un vistazo, noté que no estaba allí mi Amigo.
El italiano de ojos azules y bigotes rojizos me dijo sin lograr salirse de su asombro:- “ Cuando vine a abrir esta mañana, me encontré con que el caballo tenía las patas delanteras quebradas…No sé qué ha pasado. Y tuve que retirarlo porque era imposible volver a ponerlo de pie…-“


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