El escritor y el hombre
Hoy, en algún lugar misterioso e indescifrable, Martín y Alejandra -los entrañables protagonistas de Sobre héroes y tumbas- se reunieron por fin con su creador.
Pero no fue seguramente el único hecho extraordinario que se registró hoy. Es probable que todos los personajes de esa inmensa novela, que en 1961 conmovió a los argentinos en sus entrañas más profundas, se hayan encontrado con Ernesto Sabato y hayan descubierto que la creación literaria está tan cerca de la vida como la obra de Dios.
Acaso sucedieron otras cosas. Puede ser que en un banco de Parque Lezama algún transeúnte nostálgico -o alguna mujer marginada y sin destino- haya experimentado un íntimo sacudimiento.
Puede ser también que alguna pareja de enamorados haya descubierto, de pronto, que en la zona sur de Buenos Aires es posible conocer la felicidad sin tener que pagar el precio atroz de dejarse acariciar la piel por las llamas de un fuego inmisericorde.
Tal vez alguien atravesó la plaza contigua a la iglesia de la Inmaculada Concepción, en Belgrano, con el puño apoyado en un bastón de ciego y con la mirada puesta en una recova que hace ya tiempo logró desprenderse de los fantasmas que solían habitarla en sus pisos superiores. Quizás el sobrecogedor Informe sobre ciegos -ese deslumbrante capítulo de Sobre héroes y tumbas- dejó de ser una crónica referida a los elegidos por el infortunio o la locura y pasó a ser, simplemente, un canto de gratitud y de dolor por la infinita ambivalencia de todo destino humano.
Acaso los restos de Juan Lavalle -y los de otros argentinos del pasado que soñaron con un mundo mejor- salieron a recorrer nuevamente los inhóspitos caminos de la patria, pero no para escapar del horror, sino para celebrar la certeza de que "nunca más" en la Argentina las estructuras de la muerte envenenarán el aire y "nunca más" un río de sangre pasará por las casas de los hombres.
Sabato concluyó su afanosa búsqueda de sí mismo. Y se fundió en un mismo abrazo indisoluble con sus seres queridos y con sus personajes. Y descubrió, probablemente, que las claves últimas del enigma que trató de desentrañar en vano durante casi un siglo estaban escondidas en sus propios libros. Su propia mano había ido trazando los signos del misterio que tan obsesiva y apasionadamente había pretendido extraer de las erráticas y azarosas circunstancias de su vida. El hombre y el escritor eran, después de todo, una única e indestructible realidad.
Sabato se desprendió de sus fantasmas y descubrió que el pulso de sus libros y el latido de sus sentimientos respondían a un único y acompasado ritmo. Y se recuperó a sí mismo, acaso, en las páginas de Uno y el universo, su lúcido ensayo inicial, pergeñado en un rancho de Córdoba en 1943 y laureado poco después en Buenos Aires con el Primer Premio Municipal y con el Gran Premio de Honor de la SADE.
Y releyó, seguramente, las páginas de El túnel, su primera gran novela, bosquejada en París en 1947 -cuando estaba trabajando para la Unesco- y publicada sucesivamente en Buenos Aires, en Nueva York y en Francia, país donde fue editada por Gallimard por expresa recomendación de Albert Camus. Y revivió, tal vez, las emociones que en las décadas siguientes habría de volcar en sus otros ensayos memorables: Hombres y engranajes, Heterodoxia, El escritor y sus fantasmas, Apologías y rechazos .
Damos por descontado que tiempo atrás, Ernesto canturreó con voz trémula las estrofas del Romance de Juan Lavalle -tan refinadamente musicalizado por Eduardo Falú- y se miró luego en el espejo dislocado y espléndido de Abaddón, el exterminador, su tercera gran novela, editada en 1974. Y quizá repasó sus agudísimos diálogos con Jorge Luis Borges, nacidos -también en la década del 70- de una afortunada iniciativa de Orlando Barone.
El autor de El túnel revivió, probablemente, su fecunda y decisiva experiencia como colaborador de la revista Sur , sus inocultables coincidencias y discrepancias con Victoria Ocampo -a quien siempre se reconoció unido, sin embargo, por un estrecho lazo de gratitud- y, por supuesto, los ambivalentes sentimientos que presidieron su oscilante relación con Borges.
Quienes hoy sufrimos la ausencia definitiva de Ernesto Sabato sabemos bien en qué rincones de la geografía y de la memoria iremos, de aquí en más, a buscarlo, a traerlo de nuevo a nuestro lado. Lo encontraremos, una y otra vez, atravesando el enmarañado jardín delantero de su vieja y querida casa de Santos Lugares. Allí lo veremos abrirse paso, con aire nostálgico, entre araucarias, cipreses y magnolias, ciñéndose a un estrecho corredor de baldosas negras y blancas o pisando un mullido colchón de hojas secas. O lo sorprenderemos en el luminoso jardín del fondo de la misma casa, donde un árbol milenario de origen japonés convive armoniosamente con un alegre festival de flores -jazmines, hortensias, rosas y magnolias-, distribuidas en torno a las puertas y ventanas que comunican con los ambientes interiores de la casa. Como ha observado Julia Constenla en su emocionante libro biográfico Sabato, el hombre (1997), esos dos jardines de la morada de Santos Lugares —uno, sombrío; el otro, lleno de luz— han expresado siempre las dos vertientes esenciales del espíritu de Sabato: lo diurno y lo nocturno, lo oculto y lo visible, lo eterno y lo efímero, lo real y lo imaginado.
Durante muchos años, el que llegaba a esa casa sabía que iba a encontrarse en el centro de un mundo de afectos, fervores, misterios y profundas celebraciones de la vida. Sabía que iba a disfrutar de la espléndida calidad humana de sus dos principales habitantes, Ernesto y Matilde, y de su genio ilimitado para descubrir esa dimensión última de la vida en la que el corazón y la razón se unen y se rechazan, se abrazan y se desafían, se suman y se restan. Aunque terminen por entenderse y aceptarse recíprocamente a esa hora misteriosa del crepúsculo en la cual el espíritu humano toma conciencia de su infinito desamparo.
Hoy Matilde y Ernesto son dos ausencias que nos duelen, que nos desdibujan. Por supuesto, nos queda la obra del gran escritor, nos quedan los poemas admirables de Matilde y nos queda, sobre todo, el ejemplo de dos seres que arrostraron todas las tempestades sin dejar de ser ellos mismos y sin renunciar a convivir hasta el final con sus contradicciones, con sus sueños y con sus ansias de darle a la palabra —hablada o escrita— el más digno de los destinos.
Exaltado y reconocido internacionalmente como uno de los máximos exponentes de la literatura latinoamericana, Sabato no fue casi nunca visualizado como un escritor en estado puro. El mundo tendió siempre a considerarlo como algo más que un infatigable creador de literatura: le atribuyó además, con plena razón, el perfil de un intelectual comprometido con las causas superiores en las cuales se juega el destino de los pueblos libres y como un custodio tenaz de los valores que amparan la dignidad del hombre.
Su fervorosa militancia juvenil en las organizaciones ideológicas de izquierda, que en 1934 lo llevó a participar en Bruselas en el Congreso Internacional contra el Fascismo y la Guerra presidido por Henry Barbusse, contribuyó a fortalecer ese prestigio de gran humanista y de defensor inclaudicable de los derechos individuales que lo acompañó durante toda su vida.
Ese prestigio no le fue regalado: fue el justo reconocimiento a una conducta moral y cívica nunca desmentida. En 1956, cuando ejercía la dirección de la revista Mundo Argentino, se atrevió a denunciar por ese medio las violaciones a derechos humanos que se estaban registrando en algunas unidades policiales. Le enrostraba así al gobierno que había derrocado al peronismo sus propias desviaciones. Fue un gesto casi solitario de coraje: la revista pertenecía a la cadena periodística gubernamental y Sabato, naturalmente, tuvo que dejar el cargo.
Cuando el presidente Raúl Alfonsín, varias décadas más tarde, lo eligió para presidir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas (Conadep), no hizo otra cosa que convalidar la idea que el mundo tenía del autor de Sobre héroes y tumbas: su liderazgo moral y su aguerrida conciencia cívica eran ampliamente reconocidos y valorados. La Conadep, integrada por un grupo de ciudadanos de parejo prestigio, presentó al año siguiente su informe Nunca más, un documento riguroso sobre las trágicas violencias pasadas y un llamado esperanzado a marchar hacia un futuro sin sombras.
Hoy, el décimo hijo del inmigrante calabrés Francesco Sabato y de Giovanna Ferraro -la inolvidable doña Juana, oriunda de Calabria, pero descendiente inequívoca de albaneses- y el escritor laureado en 1984 con el Premio Cervantes se miran por primera vez a los ojos sin el más mínimo recelo y descubren que ambos proyectan sobre el suelo la misma sombra. El platónico y lejano amor de Ernesto por la ciencia, ése que nació en su alma de alumno de la escuela secundaria el día en que un profesor le muestra la desnuda perfección de un teorema y deja de estar en conflicto con su arrolladora vocación de escritor. Tardíamente, el científico graduado en la Universidad de La Plata y el trotamundos de la literatura se confunden en un abrazo.
Hoy, el dolor y la pasión, el silencio y la palabra, la verdad y la ficción, están más cerca que nunca de acariciar el ideal de la unidad. Ernesto Sabato llegó al final del sendero. Contradictoria y misteriosamente, seguirá compartiendo con cada uno de nosotros el deseo y la esperanza de que el hombre se reconozca cada vez más a sí mismo en la diversidad del universo, y en la realidad esencial y sin fisuras de su dignidad y de su espíritu.
Diario La Nación. Sábado 30 abril 2011.
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